24.9.12

DARÍO VÁSQUEZ SALDAÑA





                                                                                           




Darío Vásquez Saldaña
Piscoyacu, departamento de San Martín  
1946

      Inició sus estudios de pedagogía en la Escuela Normal de Saposoa, en 1966, culminándolos en la Escuela Normal Mixta Marcos Durán Martel de Huánuco, en 1969.

Participa en el Primer Concurso Internacional de Cuento José María Arguedas en 1988, convocado en París, donde obtiene una Mención Honrosa por su trabajo Confesiones de un caballo. En dicho evento participaron más de quinientos escritores de habla hispana, residentes en América y Europa.

El año 2004, publica en Perú Confesiones de un Caballo y Otros Relatos Amazónicos.
  
El 2007 publica su segundo libro de cuentos “Nuevos relatos amazónicos

El 2010 gana el Concurso Literario “Nuestra Palabra” convocado por el Gobierno Regional de San Martín con el libro de cuentos El Tunchi Enamorado que se publica en ese mismo año.

Dice Cronwell Jara  en el prólogo de su último libro: “…detrás de la risa, el chiste y la broma, sus cuentos poseen la técnica de la inmediatez, son dinámicos, ágiles, claros; saben ceñirse al tema, jamás caen en descripciones insulsas o en atmósferas aburridas. Hieren donde deben aguijonear y cierran la historia o la anécdota en el justo y preciso momento, sin que sobre o falte una palabra.  Y si bien saben ser coloquiales también saben encandilar con términos, frases y giros dialectales propios de la región sin que la elocución castiza pierda brillo, sapiencia y nitidez…”   


TEXTOS 



                                  LA TERAPIA DEL PATE



Antes de que rayase el día todos debíamos estar de pie. Miguelita y Paquita, mis únicas hermanas, se encargaban de poner en funcionamiento la tullpa(1); Wíler, el hermano mayor, ordeñaba las vacas; Jorge, atendía a los chanchos; y yo, que era el último, a las aves.

Las vacas, marranos, cochinillos, gallinas y pavos, esperaban el desayuno en la puerta de la casa, dando un concierto de mugidos, berridos, graznidos y cacareos tan desafinados y chirriantes que, a nadie se le hubiera ocurrido continuar en la cama. Santa Bárbara, el fundo de mi padre, rebosaba de vida, verdor y algarabía. Jorge, atendía primero a todos los chanchos de engorde, ya que éstos comían hasta el hartazgo, puro maíz y en grandes bateas.

No pocas veces, después de culminar mi tarea, sólo por juguetear con esos mansos barrigudos me acercaba al comedero, les rascaba suavemente la panza y ellos, con sus quejidos cariñosos, iban doblándose lentamente hasta recostarse en el suelo.

Cierta mañana mi padre dijo:

—Que estos ociosos mantecosos coman hasta empacharse, no saben que mañana viene don Román Vásquez para llevárselos hasta Iquitos. Allá los loretanos que se los coman con piques y todo.

Yo me encargaba del desayuno de todas las aves, pero en especial de hacer el recuento de los polluelos de cada gallina; si había de menos, tenía que buscarlos en los gallineros o en cualquier otro lugar, ya que algunos morían aplastados por las demás gallinas o a consecuencia de las arrechuras matinales de los gallos, quienes, para cumplir con su deber no reparaban en atropellar no solamente a las gallinas, sino también a los inocentes pollitos. Los que se quedaban despatarrados, con la nuca descoyuntada o con las alas magulladas, y si todavía daban signos de vida, de inmediato pasaban al quirófano para la respectiva terapia del pate.

¿En qué consistía la terapia del pate? Pues verán que todo era muy sencillo: se cubría al contuso con un pate (una vasija hecha de la totuma) y, toc toc, toc toc, toc toc…, seguía uno golpeteando con una varilla sobre la vasija. A los quince minutos se levantaba el pate y el pollito, fresco como una lechuga, gritando su agradecido pío pío, salía corriendo en busca de la mamá gallina.

El follaje de la arboleda que rodeaba la casona de la hacienda, era el refugio favorito de manacaracos, torcazas, ucuhuasheros, paucares y demás aves selváticas, adonde acudían los chiquillos, como su apetecible riquisina(2), para
cazarlos con sus baladoras.

Cierto día, una torcaza, revoloteando torpemente aterrizó muy cerca al patio. La pobre paloma aleteaba de impotencia en el suelo.

—Hoy comeremos una canga(3) de torcaza —le dije a mi madre, llevándole a la moribunda paloma en mis manos.
—¿Tú la mataste? —me preguntó, mirándome fijamente a los ojos.
—No, todavía sigue viva —le contesté—. Seguramente los muchachos le propinaron su baladorazo.
—Llévatela y golpéala en el pate.
—Pero si ya está para morirse, ¿no será mejor ponerla a la parrilla?
—¡Josué! —habló, con la severidad que la caracterizaba—, haz lo que está dicho, esa paloma ha de criar todavía a muchas torcacitas.

No pude ni debía replicar. Tapé herméticamente a la paloma, deseando vivamente que se asfixiara y me puse a darle al pate los consabidos golpeteos, demorándome más de la cuenta. Al concluir con el tratamiento y, al no percibir ningún movimiento en el interior, levanté la vasija y, ¡suácate!, la paloma voló por los aires, dejándome en el pensamiento una torcaza empalada en el asador, dorándose a la parrilla.

Hoy, la ciencia médica reconoce plenamente los efectos salutíferos del ultrasonido y la resonancia magnética, producidos por sofisticados instrumentos. ¿Cuánto llegaron a saber nuestros padres a través de la madre de la ciencia, la experiencia, sobre tan benéficas ondas, haciendo vibrar solamente un humilde pate?

Le tocó al tiempo correr un poco y yo llegué a trabajar en la Corte Superior de San Martín, cuando regía ese tribunal el doctor Rafael Leonidas Villaparte Cirio. A sus setenta y cuatro años de edad gozaba del respeto y la consideración de la comunidad sanmartinense, ya que la experiencia, la reflexión y el razonamiento, cualidades que todo buen juzgador debe observar, habían marcado con el sello de la rectitud todas las decisiones que como magistrado debió ejecutar.

En el Palacio de Justicia, el doctor Villaparte parecía no conocer a nadie y, si algún desavisado litigante se permitía alguna insinuación maliciosa, le espetaba al morro la sentencia romana: “Dura lex, sed lex”; pero fuera del tribunal era un alma de Dios, el amigo sencillo y jovial no solamente con sus pares sino también con el último trabajador de la institución. Si había que celebrar algún acontecimiento nunca se negaba a ningún compromiso amical, ya que como reza el vals criollo, era “buen cantor, guitarrista y chupa caña”.
Lupita y Sarita, sus diligentes secretarias, sabían secundarle tan afablemente, no solamente en el trabajo sino también en sus momentos de expansión y regocijo. Precisamente, en el cumpleaños de Lupita, a la familia se le dio por tirar la casa por la ventana. La plana mayor y la plana menor del tribunal habían concurrido a tan gentil invitación. Las mistelas y los chuchuhuashas, al parecer, hicieron el recorrido más corto, habían ido a parar a la cabeza del togado.

El requiebro y la lisonja estaban a flor de labios.

—¡Que viva la santa!, y que le atienda a este pajarito con un poquito de cariño —gritó el doctor Villaparte en medio de la algarabía de los concurrentes.

Todos festejaron la ocurrencia dando vivas a la cumpleañera.

Pasó algún momento y el juez volvió a la carga.

—Este pajarito ya se muere de sed. Un poquito de mistela y de cariño, para que se ponga a cantar.

Los invitados siguieron dando vivas, alcanzándole al doctor Villaparte una copa de mielachado.

—Doctor —dijo uno de los invitados—, con este RC, ese pajarito no sólo se pondrá a cantar sino también a pedir su comida.

—¡Alajua!, pobrecito el doctor, para qué ya pues le están dando falsas esperanzas —dijo Sarita, en compasiva defensa—, cuando su pajarito ya no se levanta ni golpeándole con el pate.


(1) Tullpa: lugar donde se cocina a base de leña. Fogón.
(2) Riquisina: lugar donde se encuentra buena caza o buena pesca.
(3) Canga: carne atravesada por una varilla de fierro o de madera, asada a la brasa.



 

                       Werner  Bartra Padilla   Moyobamba (1970). Profesor de lengua y literatura y abogado por la Universidad...