15.2.10

ARNALDO PANAIFO TEXEIRA










Arnaldo  Panaifo Texeira  (Iquitos,1948-2005)

             Fue perito forestal, escritor, periodista y poeta con distinciones nacionales e internacionales: Mención honrosa en los juegos florales de la Universidad de Piura en 1975, medalla de oro Alfonsina Storni en 1978 por la Fundación Givre- Argentina, mención honrosa en el Primer Concurso Internacional José Marìa Arguedas en Francia, Segundo  puesto en el Premio COPE 1985,

  Primer Premio Alborada Amazónica por la revista del mismo nombre.  Primer premio en periodismo, compartido con Pedro Vega Coriat, otorgado por la Dirección Regional de Industria, Turismo e Integración. Dirigió la revista Los Shamiros Decidores.
Falleció repentinamente dejando  muchos textos ineditos.


Libros publicados:
Narrativa breve: Cuentos y Algo Más, El Pescador de Sueños, El Ocaso de Ulderico el Multiforme, Julia Zumba la Nodriza Reyna, El Parpadeo Insomne, Piñón a Babor, Los Jóvenes de la Serial, Mericha, Un Tal Saturnino Olavaria, Cushuri, Cuando florecen los Mangos.
Novelas: Los Decires de Fasanando.
Literatura infantil: Shamiro, Río Encantado, La Campanilla, Los contas, El Planeta de los Conceptos, Cerro Azul
Poesía: Esta Noche la Eternidad.

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TEXTOS:

EL DUELO DE EFRAIN MACUITO
-Vine a decirte que me voy -dijo por decir Efraín Macuito y Rosalía Dubidu se dejó vencer como racimo maduro por un doloroso estremecimiento que le desgajó el cuerpo.
La puerta de fierro crujió algo dudando de la palabra de Efraín Macuito y provocó la hilaridad de la ventana de madera que, con incredulidad pagana, susurro ”¿y para qué viniste?”.
La Dubidu con una duda muy fuerte “¿le habrán contado algo?”, latiéndole en las sienes. Y en el pecho, el bombear alocado de sangre, calló su amor, su tiempo, su impetuosidad y sólo pidió:
-¡Quédate!
-¿Para qué?, habló Efraín Macuito, ahora más duro y más dueño de sí sabiéndose imprescindible.
-¿Te contaron algo?
-¿De ti?. ¡Que va...! si tú eres la más pura de las mujeres que conocí.
Rosalía sintió que el alma le volvía al cuerpo y ya cuando se dejaba poseer por la tranquilidad, como un tiro de gracia, el artero verbo de Efraín Macuito, la fulminó.

- De ti no sólo hablan los hombres en los bares, en el club, en el estadio y en los confesionarios. Hablan, de tu desabandono y tus preferencias, las botellas de cerveza, de ron, de pisco y cañazo. También las mujeres dejan entrever su odio por ti. ¿Y sabes lo que dicen?. Que engatusas a sus maridos con tu brillante lomo bronceado de vaca marina, con tus pasitos salseros y tu risa fácil. Y eso no es nada comparado con lo que dicen los niños. Los niños cuentan que tú como niña los envuelves en tus juegos, en tus caprichos y en tus necesidades. Ah pero si supieras que hasta la roca entiende tus sentimientos, que el viento habla de tu fragilidad, y la tierra misma dice engolosinarse con tu meloso cuerpo cansado de juerga en cualquier rincón del mundo. Ah, pero si malicias lo que el agua dice ti. No creas que te perdona, al contrario, dice que se emociona con tu voluptuosidad y condena tu descaro por mostrarte tan ajena a Mamá Rumí. Ah, Rosalía, ¿qué tienes para hacer que las hojas tiemblan de tu ansiedad? ¿Qué tienes para que los árboles sufran al ver tu desgarbado caminar de chimpancé en celo?.
-¿Eso dicen?
- No sólo eso. Además, dicen que tu pasión y muerte es la eterna alegría del fuego que te consume interiormente. Dicen que no tienes paz ni tendrás salvación por santa. También dicen que es preferible que sigas así, mascullando ritmos de rock, moviendo el cucú con algún festejo o con una salsa bullanguera en cualquier parrillada o fiesta de beneficio. Sigue así, jaraneándote de la vida con tu joven juventud, pero yo me voy.
-¿Adónde?, le insiste Rosalía tratando de detenerlo con manos trémulas.
-Adonde no me queme tu amor, le dice Efraín Macuito, ahora con una duda en el alma y ya no sabe si partir o quedarse.
-¿Algún nuevo amor?, susurra Rosalía con fingido celo.
-Ni vejo ni nuevo. Aún me desangro por ti Rosalía.
-A mí con esas, le dice Rosalía, ya dueña de sí misma, con su conocimiento de mujer habilitada. Crees que yo no sé del despertar de tu carne con la tía Jirafa cuando sólo tenias siete años. Crees que no sé que te mancebabas, al reojo de tus padres, con todas las mucamas de tu casa. Crees que no sé que cabroneabas a la Fredesvinda Tanchiva en el Punto Rojo y que la única mujer que sí valió la pena para ti fue la Teresita Saquiray, pero la perdiste por puto después de regalarle un angelito en una fiesta de San Juan. Crees que no sé de que pie cojeas o crees que me acuesto así por así. Crees que mi cosita están en las manos. Pues para que los sepas tu eres el único que se deleita con mi tesorito. Ah, Efraín Macuito ya te haces viejo y sigues siendo el mismo Macuito. Entiende Efraín, por ti dejé el pasado en el pasado. ¿Acaso yo no te lo conté?, ¿Acaso tú no me dijiste a partir de ahora empezamos una vida nueva?. A ver, ¡dímelo!.
_Si es cierto.
-Entonces, le llora Rosalía mientras los comejenes dejan caer, desde el techo de la casa, su caca sobre el lacio pelo de Efraín Macuito, a que me vienes con tanto cuento. Ay, hijo, si vas a creer fantasías deja que te las invente yo.
-No insistas Rosalía. Creo... mejor me voy.
-¿Qué te vas?. No me haga reír que se me frunce el pupo y no te ganas. Te reto a que no te vas.
Efraín Macuito había estado con una idea fija, días de días y noches de noches, en su pensamiento. Estrenó tantas disculpas que le permitieran irse de Rosalía Dubidu como un caballero. Buscó tantos pretextos que se desvanecían como idea porque no podía probarlos. La única excusa aparente era la sátira de los amigos que siempre le decían que Rosalía era una ganosa en todas sus relaciones. Pero, al fin y al cabo, decidido a romper con ese idilio, según él, de malas costumbres, llegó arrogante y presumido para decirle: “Vine a decirte que me voy”.

Tantas ideas dieron vueltas en su afiebrado cerebro, pero ni una pudo tomar la suficiente consistencia como para expresarla. Ya varias veces se había sentido impelido a partir. Ahora estaba convencido que se equivocó nuevamente, que el amor que creyó sentir al principio se desvaneció en sólo cuatro salidas, con ella, a contemplar la luna, para deleitarse con ese su aroma que lo sabía añejo.

Maldijo el amor libre y su nacimiento en una generación intermedia, entren conservadora y liberal. Rió de su preferencia liberal para él y se dijo: “al menos las mujeres casadas deben ser conservadoras”.

Aún mantenía fresca esa primera noche que la cervecita aligeró su verbo para decirle: “Oye nena, qué tal si chapamos”. Y sonrió al recordar su respuesta: “claro guapo, siempre y cuando no se enteren ni tu mujer ni mis padres”.

Esa primera noche, Rosalía Dubidu, tampoco se explicaba que raro encanto la obligó a cantar, a contarle su pasado. No sabía si había sido el influjo de la luna verde o ese amuleto que siempre cargaba en el cuello, de una gruesa cadena de oro, Efraín Macuito. Ese amuleto, parecía tener un algo oculto en sus formas, como si a veces cobrar a vida para mirar e hipnotizar al que se ponía frente a él. Sólo una vez lo escuché decir, un día histórico, cuando el trago había vencido sus resistencias físicas. “Mamá Rumi, ¡protéjeme!”. Y con el último esfuerzo antes de caer sumido en la laxitud del alcohol, llevar con la mano derecha el amuleto a sus labios para besarlo repetidas veces.

Rosalía Dubidu no sabía cual fue la causa que enverdeció su encallecida alma, para decirle las cosas que jamás dijo a hombre alguno. Para confesarse con todas sus virtudes y todos sus defectos, su pasado, su presente y su futuro,. Para decirle que siempre había apostado a todo o nada, o mejor dicho como solía decir: “Salga pashna o berraco”, para iniciar una aventura nueva pese a sus cuatro o cinco compromisos a la vez.

Ahora no se explicaba por qué tuvo que contarle de Wickler, el amigo holandés que siempre confundía la nata con el queso. A él sólo le bastaba mirarla para sentirse dueño y señor de su vida. No sabía qué le había atraído de él para insinuarse una noche de luna llena. No daba con la gracia del holandés que le absorbió en su tiempo, en sus vellos y en su olor rancio. Tampoco por qué le contó del negrito senegalés, de su fineza al vestirse o de su delicadeza para decir mejor las cosas. Ahora no sabía en que momento le habló del francés. Era para morirse de la risa, el pobre francés una noche de pascua más turroneado que parrilla china vertió en su chévere cuerpo un frasco de perfume Anais para volverlo vinagre. Esa noche habló de él, de su rostro niño, de su cara fina, de sus ojos turquesa, de sus bolsachas camisas mantel, de sus terrosos blue jeans, de sus zapatillas y de su amortiguado olor de pies. Tuvo que confesarle a Efraín Macuito, por cierto con alma de mártir, la exigencia diaria de la esponja para quitarse el humor francés de su coqueta piel. Ahora ya no recuerda como habló de él así como de los muchos americanos que con tonadas de paucares expresaban un tankyou, al escucharla contar una gracia intrascendente, un excúseme porque de la forzada risa se les escapaba alguna indecisa ventosidad como eructo o pedo.

Todo su tiempo lo dejó detenido en el conocimiento de Efraín Macuito, como si quisiera lavar sus culpas para empezar una nueva. Por es qué le pueden importar ya las blasfemias de los vecinos: “valiente puta”, o la mala interpretación de los amigos de barrio que siempre le gritan cuando pasa “pucho de gringo”.

Ahora Efraín Macuito se rebela consigo mismo, quiere partir y no puede, un algo invisible paree coger sus pies al tiempo de Rosalía Dubidu. Su cólera quiere salir por sus ojos, por sus gesticulantes manos y por los poros de su cara ruborizada. Entonces sin saber ni cómo le vino a la menta la figura de su mare, Concepción de los Santos Oleos. No sabe como le surgió la idea salvadora de invocarla. Necesitaba de su protección, de su heredad y su conocimiento. Su madre, Concepción de los Santos Oleos, por las puras no heredó la sutileza y la percepción de los bandeirante. Acaso ella no había sido al que desde el anonimato dirigió las luchas por la Santa Cruz, y llegado el momento enarboló ese emblema blanco y verde, con la retrocarga en ristre; y se volvió también Juana de Arco. Ah, pero ella por toda coraza llevó, el alma al frente, en los labios la primera oración cantada o su grito: “a sangre y fuego”, para abrirse camino con el calor de sus polleras y sus rápidos y menudos pasos entre los usurpadores de su credo.

Ella, su madre, Concepción de los Santos Oleos, descubriría si era hechizo o amor el sentimiento por Rosalía Dubidu. Efraín Macuito, ya había maliciado en más de una oportunidad que un algo ajeno a él le iba atando la costumbre por Rosalía Dubidu.

Ahora recordaba; una vez, la madre de Rosalía Dubidu, Mamá Támara, dijo: “la pena es mala amiga Rosalía Dubidu. No te tortures y dale tiempo al tiempo”, al descubrirla taciturna y cabizbaja sollozando con hipos prolongados en una esquina de la huerta.

Aquella vez, el también había dicho que se iba y se fue. Rosalía Dubidu, sólo le dijo: “gracias”. Y de un portazo cerro la puerta.

Lo que sucedió después se enteró por Mamá Támara que con lujo de detalles le contó: “que se habrá creído la muy condenada. Pensó que le iba a soportar el berrinche. Ja, yo le había dicho; ”¡qué vas a tener marido!, ¿Quién?. Dices que se llama Efraín Macuito. Y cómo iba a permitir que rompiera todo lo que cogían sus iracunda manos, así es que para que no siguiera jodiendo le pinté su brillante lomo de vaca marina con tres garrotazos”

Pero lo que no le dijo Mamá Támara fue que no podía permitir, según ella, que cualquier pendejo viniera a gozarse de su hija y la dejase así por así sin pagar ni una pequeña cuota de sacrificio.
“Y con lo camotuda que es mi pobre Rosalía Dubidu”, repetía acongojada la pobre mamá Támara.
-¿Qué hago Mamá Támara?
-Hazte la cojuda y llórale tu sufrimiento, tu amor. Nadie se resiste al halago y a la súplica.

Y así fue que Rosalía Dubidu, armada con un pedacito de shimpampam debajo de la lengua, para endulzar las palabras, llegó hasta Efraín Macuito, fingió el encuentro y toda compungida le narró su desconsolado sufrimiento desde el día que se fue. Se humilló, ofreció suicidarse y suplicó, a Efraín Macuito, se dejara amar.

Y Efraín Macuito, embebido de orgullo, se amó asimismo una vez más para quedar dormido en esa canoa de la cual desembarcó a tiempo, pero volvió cuando la sirena quiso volverlo al mar de presagios y sortilegios. Ahí Mamá Támara decidió una vez por todas, poner las cosas en su sitio y con unos raros encantamientos y mariris hizo soñar a Efraín Macuito orgasmos interminables, se adueñó de su alma y mostró a Rosalía Dubidu como era a los dieciséis años, así como la abandonó a su suerte, cuando descubrió la primera ilusión y el primer desengaño.

Ese tiempo Rosalía Dubidu no supo que las madrugadas eran húmedas, que la serenidad de los nuevos días se ahogaban con el cantar bullanguero de los gallos cuarentones y la inocencia de los pollos adolescentes, y salió a buscar la mañana..., se encontró con la fantasía, el cabaret, los tragos cortos y largos, yates, cámaros, vuelos en jet, fines de semana en ciudades ajenas y apartamentos de lujo en hoteles cinco estrellas, hasta que casi por jugar o por agradecimiento soportó el primer peso ajeno.

Ah, pobre Rosalía Dubidu, Pobres Marzos que jugaron carnavales atrasados más allá del pica pica con flácidas cabasiñas y ventrudos tripajes. Ah, pero vaya a ver su coqueta piel al calor de su indigente infancia, y su postrero desabandono a la impiedad de cualquier lujuriosa posesión.

Vaya a ver al mentira de saberse imprescindible para liar con boutiques, salones de belleza y calzatura exclusiva.

- Déjame Rosalía. Prefiero amarte en soledad.
- ¿Me amas, Efraín?

Y él no tuvo más remedio que aceptar la realidad con un agudo dolor en el pecho “sí”, pese a que un algo invisible le insistía dejar de lado su inocente sensiblería.
La miro como tratando de descubrirse indiferente, pero sus ruegos lo atraparon en la presencia del ciego Manuel, que un día de tantos, no recordaba, por casualidad se lo encontró en una cantina.

El ciego Manuel se le acercó tanteando entre las mesas. Le observó con sus gafas oscuras como si los cristales tuviesen ese raro don de identificar a las personas, para decir:
-¿Efraín Macuito?
-Sí.
-Soy padre de Rosalía Dubidu.
-Así – se escuchó decir Efraín Macuito, aún balbuceante por la sorpresa.

El jamás supo que Rosalía Dubidu tuviera padre, menos que fuera el más histórico de los ciego de la ciudad. El ciego que una tarde de Junio, al calor, del verano, se batiera a punta de paraguas con el español Valera. Y lo peor, por ufanarse de su destreza, en un descuido perdió el ojo derecho. Y de pura concha, de macho, aquel honorable día dijo: ”ya me jodiste la vida”. Y se reventó el ojo izquierdo con la uña larga de despenador, del pulgar de la mano izquierda para quedar ciego de por vida sin que un ¡ay! Le brotara de los labios.
-Déjala Efraín Macuito. Es mala ficha, sentenció.
-No puedo. La amo demasiado.

Y le escuchó decir con una gran melancolía: “sólo Mamá Támara puede comprenderla. Esa vieja loca que parece no escuchar la voz de su conciencia. Ni quiere retomar el cariño que le negó, como siempre dijo, ayer nomás. Ah, vieja loca, por qué le quitó la confianza a los dieciséis años y la dejó salir a buscar según ella, su mañana. En vez de insistirle el estudio y decirle que debía ser profesional para que ningún mentecato borracho se erija en su amo y señor por unos soles que alcance cada fin de mes, en vez de alejarla de los sueños vanidosos como lo hice yo, el ciego Manuel, antes de ser ciego, que por esa y única vez, volví del desabandono en que tenía a Rosalía Dubidu, para rescatarla del malecón, cuando ya se estaba convirtiendo en el alimento diario de libidinosos choncholís que podían pagar la vanidad de mamá Támara”.

Ah, como no reconocer en su padre, el ciego Manuel , ese maravilloso don para percibir la incredulidad, para intuir la verdad, que descubrió en ti, mamá Támara, las veces que trataste de atraerlo nuevamente a tu mercenaria bandera, las vertías en sus comidas. Ah, pero jamás supiste que él se burlaba de ti y el momento menos pensado te cambiaba el plato y te comías tu propio hechizo para amar más su indiferencia y el nuevo desabandono, pero esta vez para siempre, cuando te negaste que Rosalía dejara esa maldita mañana que mal encontró por tu desaire.

Mucho antes, Rosalía Dubidu, ya había vivido la misma escena. No era el primer hombre que se le iba y jamás le importó. Pero con este fulano, con este Efrain Macuito, las cosas eran diferentes. Le dolía tanto su indiferencia y se sentía dueño de las nubes con sólo una de sus caricias.
-Me estás diciendo que te relega al olvido.
-Sí, Mamá Támara. No desea verme a pesar de quererme.
-Yo tengo que conversar con él. Al menos yo lo supuse alguito decente y creo que su deber fue venir a decir: “acá esta su hija, prestadito no más la he tomado”.
-Más bien ayúdame a meterlo en cintura.
-¿Acaso no sabes?
-Ay Mamá Támara, lo único que sé es que ya me cansé de ser objeto. Lo quiero.
Y él también, por más casquivano que se ponga. Son sus últimos aleteos de gallito vanidoso. Pero su orgullo esta desecho. Así es que cada vez que se te ponga melindroso endúlzale con tu palabra, háblale con un pedacito de shimpampam bajo la lengua, sentenció Mamá Támara.

Ah, pero si Mamá Támara supiera que Mamá Concepción de los Santos Oleos, la madre de Efraín Macuito, está librando su propia batalla. Hace tanto tiempo que su gran preocupación es la carne de su carne. Ya varias veces le ha pillado lágrima en los ojos que él trata de disimular con alguna sonrisa fingida. Ella sabe que algún poder maligno tiene atrapado el alma de su hijo. Pero admira su voluntad para resistirse a ese maleficio con su carcelería voluntaria y nada puede hacer, sólo aliviarle en algo la pena para que su sufrimiento sea menos doloroso. Lo ha tratado como a los condenados a muerte por alguna enfermedad incurable. Y el acepto tomar el caldo frío de doce hervidas piedras negras para hacer insensible su corazón. Ha bebido la hiel de las musarañas para odiar su amor y hasta el cura José María lo ha exorcisado con esa su diabólica creencia, pero nada a podido vencer su maligno mal y esa mañana cuando le vio salir, sin siquiera probar alimento, supo que jamás volvería verlo.
-A ver repítemelo -, pidió Efraín Macuito.
-A que no te vas -, repitió Rosalía Dubidu, ahora ya con plena convicción de la partida ganada, endulzando las palabras que decía al masticar el pedacito de papa shimpampam.
-Mejor pasemos, que la gente puede murmurar -sugirió Efraín Macuito.

La puerta de fierro crujió al cerrarse. Los comejenes seguían cosquilleando las soleras, y la ventana de madera susurró: “ya lo decía yo. Para qué viniste?”


                       Werner  Bartra Padilla   Moyobamba (1970). Profesor de lengua y literatura y abogado por la Universidad...