De todos los caminos del mundo que he soñado, dormido o despierto: pistas asfaltadas enjoyadas de luces cual túnel de diamantes: caminos carreteros asentados con guijarros, bajando, subiendo y bajando los cerros y dejando atrás pueblitos campesinos de paja y barro y borriquillos lentos. Calles lodosas de barrio marginal, abiertas en carne viva por el caño maloliente: caminitos aldeanos acabando en la ribera de algún río, sobre una canoa solitaria en la tarde hirviente; valientes senderos indios, abiertos a masato y a machete, atravesando montes y alejándose en uno, dos, tres… u ocho días de camino, a fin de arribar a otro caserío indio, a donde, día y noche, convulsionando la selva, los manguarés macho y hembra están invitando a todos los Apos y Curacas de las comunidades, a festejar (pues ya, ha echado fruto de nuevo el aguaje) un aniversario más de la muerte del PALO IMECUE, dios antropófago, cuya sombra en el arco iris anunciaba enfermedades, discordias, enemistades, maldad y guerra…
De todos los caminos del mundo que he soñado, el camino de Moyobamba es el que más se internaliza en mi ser esencial y en mi estar.
No recuerdo si queda hacia Oriente o Poniente; hacia la Cruz del Sur o hacia Dragón o debajo mismo de Sagitario. Ello no tiene importancia. Lo que vale es su anchura y silencio: su arena fina y blanca y su sosiego. No quisiera morir sin antes recorrerlo, para, en una última vez vaya en espiritu a recorrer mis pasos, confundido con su melancolía y su paz, sueltas las ataduras de carne y alma; libre de banderías y siendo uno con él. ¿A dónde nos llevará este secreto camino de Moyobamba? ¿Hacia una iglesia humilde de palos y crisnejas , donde nos acoja un curita más antiguo que el tiempo y cuyos ojos dulces nos liberen de los alertas del mundo?¿Nos llevará a encontrarnos con nuestro propio corazón? ¿Con todo aquello que hemos amado y perdido?
¡Oh dulce y secreto camino de Moyobamba! : ¿Por qué te amo tan dolorosamente con sólo haberte visto desde lejos? ¿Qué secreto existe entre mi alma y tú? No permitas que muera sin haberte recorrido. Y como en tu bondadoso suelo nadie nos conoce y nadie nos increparía de extravagantes, aceptarás te recorra descalzo, con barba crecida y blanca y bastón gastado por el uso. Me llevarás a donde tu vayas. Al final de ti habrá pesebres que liberen del dolor eternamente.
Nací en Iquitos el 8 de diciembre de 1935 en una ya inexistente casa de la calle San Martín y cuando mi pueblo era una mezcla de urbanismo y ruralidad.
Los más lejanos recuerdos de mi vida están unidos a los de mi padre y a los de mi tío Benigno. Amaba al primero y admiraba a ambos. Mi padre era dulce, apacible, callado, manso, bondadoso y creyente, sin cucufaterías, del Señor de los Milagros; tocaba el acordeón dentro de una orquesta de músicos que iban apretujados en los asientos posteriores de los ómnibus para amenizar el pasaje durante los días domingos. Mi tío era violento, dinámico, organizador, locuaz, manirroto, despiadado y valiente hasta la temeridad, borracho consuetudinario; pero hizo un esfuerzo y venció al alcohol en una guerra angustiosa. Yo quise parecerme a uno y al otro, y el resultado fue una cosa híbrida y temperamental. Los más tempranos recuerdos de mi madre son oírla cantar sus canciones hebreas, mientras una amiga la acompañaba con la guitarra
Mi educación inicial, primaria, secundaria y superior en la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana, la hice en mi pueblo, Loreto, mi hermosa patria chica. Durante mi escolaridad admiré a muchos maestros y odié sorda e impotentemente a otros, pues hacían una pedagogía del terror. Escogí la carrera magisterial porque me gusta transmitir todo lo que obtengo y en cuanto lo obtengo.
No está muy alejado de la verdad que se diga que me han acosado las diez plagas de Egipto y que haya acariciado la idea del suicidio en tanto noches de soledad y orfandad. Amé a pocas mujeres, pero una de ellas fue la inalcanzable, y no pudo ser. Por eso aún la busco en mis novelas sin encontrada. Amo a mi ciudad, sus calles centrales, sus rúas marginales y sus caminitos aledaños, y la intento aprehender en mis novelas
Río Putumayo, Cordero de Dios, Kontinente Negro, Eroscopía, Albañilerías, Meditaciones del Hambriento, Los Atletas, Cuentos del Kabalat Shabat, Cuentos del Formativo Temprano... Alguna vez abracé el socialismo como filosofía de mi vida, porque lo consideraba como el único medio a través del cual el hombre alcanzaría su verdadera dimensión humana. Pero fracasamos él y yo. Ahora no creo en ninguna teoría social y me declaro ateo sociológico.
«Levántate,
oh amiga mía, y ven. Paloma mía,
que estás en los agujeros de la
peña, en lo escondido de escarpados parajes; muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz» « ¡Cuán hermosos
son tus pies en las sandalias... Los contornos
de tus muslos son como joyas..., tus ojos como palomas...»
SHIR HASHlRIM (Cantar de los Cantares)
23 Ayer Lucille fue algo fantástico. ¿Fantástico? Como si toda ella no fuera
fantasía.
Esperaba yo a alguien indeterminado. Eso un momento me
atemorizaba y otro alegraba. Como niño que ha quedado solo y desorientado.
Soldados semidesnudos
llenan la vía. En columnas, inmóviles, distantes unos de otros, se pierden en
la lejanía como postes de carretera. Mi impaciencia se torna ansiosa. Llega un
automóvil, baja Lucille y viene a mi lado. Te esperaba, le reclamo entre ruego
y enojo, ¿de dónde vienes? De una fiesta responde con fina ironía, y empieza a
morderse el labio inferior. ¿Te gusta mi vestido? Lo abre sobre el pecho.
Resaltan inmediatamente sus senos blancos, adornados con encajes. Abre más su
ropa hacia abajo, lo que me permite observada a mis anchas. ¿De dónde vienes?
le reitero, celoso, iracundo. Ella sonríe como rechazo a mi supuesto derecho de
interrogarla y rápidamente se mete dentro de la casa de la esquina. La vivienda
se transforma, de ser una masa un poco más densa que las otras, en casita de muñecas
maravillosamente iluminada por dentro; y cual si las paredes fueran de cristal,
la luz trasciende a muchos metros a la redonda.
Al dirigirse a la vivienda, Lucille había arrastrado su
vestido de raso blanco por el suelo. De tan hermoso que era el traje, estando a
punto ella de ingresar a la casa, recién noto la pequeña mantilla que le cubre
la cabeza.
Quedo satisfecho. He hallado lo que buscaba y llegado lo que esperaba.
24
Gano rápidamente la salida. No deseo ser visto entrando o saliendo de esta
casa. Debido a mi premura, tropiezo y caigo. Estando aún a gatas, Lucille viene
hacia mí pausadamente. Su cuerpo se mece como si navegara. ¡Absurdo que ella me
sorprenda así, en el suelo, y todavía saliendo de este lugar! Tengo rodillas y
manos en tierra. Los pasos de Lucille se acercan inexorablemente y detienen
junto a mis brazos. No atino a cambiar de posición, a cuatro patas como un
perro. Pero debo afrontar la situación y levanto la cabeza. Me siento mal, como
sorprendido realizando algo ilícito. Observo sus zapatos de tacos altos, sus
piernas, los bordes inferiores de su vestido. Ya estoy de pie, sacudiéndome las
manos, limpiándome las rodillas, quitando salpicaduras invisibles de mi sombrero
y sobretodo marrón. Por fin me atrevo a mirarte a los ojos, Lucille,
preparándome a resistir tu avasalladora belleza. No pareces sorprendida,
enojada o dolida de haberme pillado en este paraje y presenciado mi aparatosa caída.
Te ves muy blanca. Tu belleza es violenta, como un golpe. ¿Consigo disimular mi
asombro; Lucille? Además de la perversa blancura de tu piel, llevas cabellera
azul, cejas azules y pintura de labios también azul. Sonríes mordiéndote el
labio inferior, como cuando de modo sutil te burlas de algo. ¿Qué te pasa?
dices, ¿Qué te sucede? Porque de ti nada me sorprende... Lindo tu sarcasmo.
Pero no puedo perder el tiempo en insignificancias.
Menos siendo tú quien me ha sorprendido a gatas en el suelo,
como un inmenso perro. No se me ocurre nada, Lucille, para contestarte. Nada
más que mirarte con desesperación, sin poder articular palabra. Al fin, después
de largo sufrimiento, te hablo, nada, no me pasa nada. Captas mi estado de
ánimo. Sonríes maliciosa. Parece, dices, que hubieras visto un fantasma.
De golpe te amo, Lucille Bark. Rozo tus cabellos, temeroso, aunque maravillado,
como si fuera yo un espécimen que tropezara por primera vez con un ser humano.
Me sorprende permitas examinar hora tu mentón, mejillas, nuca. Te limitas a
mirarme sonriendo, mordiéndote siempre el labio inferior. Esa tu fina ironía
hace que te desee más salvajemente. Me dejo conducir. Pasamos por debajo de
frondosos árboles; cruzamos acequias. Te ayudo a salvarlas asiéndote de la mano
y algunas veces ciñendo con mi brazo tu tan deseada cintura. Avanzamos sobre
campos abiertos y oscuros. Nos detenemos en el centro de una avenida
penumbrosa. Continúas mordiéndote el labio inferior, como si no supieses hacer
otra cosa o como si me estuvieras cebando. Han desaparecido los contornos de
los objetos. Incluso de nuestros cuerpos. De ti, Lucille querida, sólo veo tu
blancura como fanal lechoso suspendido en el aire.
- Vete ya.
¿Que me vaya? ¡Oh, mi Dios! ¡No puedes hacerme esto ruje mi pensamiento! ¿Es una
burla más de tu parte haberme traído acá, para abandonarme en esta negrura?
- Vete ya he dicho.
Hablas acentuando la dulzura. En ti equivale a una orden terminante. ¿Obedezco
o no? Pero tu dulzura no deja lugar a dudas. Lucho contra multitud de urjencias,
¿lo adviertes? Hablarte de una vez por todas. Rendirte, suplicarte, revolcarme
contigo sobre la tierra. Rozarte con mi dedo índice para sentir la delicia de
tu mentón. Uno y otro pensamiento.
Uno y otro sentimiento devorándome, destrozándome. No soporto más. Me alejo
asombrado, feliz, inconforme, satisfecho, sediento, indeciso, como si hubiera
develado lo oculto; absorto, pero con fuego en el cuerpo. Fuego rujiente que se
alimenta a sí mismo. ¡La próxima vez! ¡Mi Dios, la próxima vez!
25
Espectamos Lucille y yo, en un estudio, un partido de un juego indescifrable
para mí. Es suficiente que ella lo entienda. Antes, para poder ingresar, me vi obligado
a cambiarme de ropa y dejar esta al cuidado de los conserjes. Al finalizar el
espectáculo, mientras salgo acompañando a Lucille, siento necesidad de mudar la
ropa prestada por la mía.
Sucede algo inoportuno. Abriéndose camino a codazos entre la multitud, varios
virreyes de baraja se acercan y empiezan a molestar a Lucille. La defiendo en
alguna forma con mi sola presencia. Este virrey de corazones es el más osado.
Estoy a punto de sacar las espadas a fin de acallado, aun sabiendo no llevadas
conmigo. El atrevido virrey se enardece ante la indiferencia de Lucille,
jesticula contra ella y habla ya a gritos. Pero la jente que pasa a nuestro
lado no presta atención a los insultos. O son sordos y ciegos, o muy educados y
no desean avergonzar a nadie, o es algo que sólo a nosotros nos ocurre. Pega el
virrey un salto propio de un espadachín, se encarama sobre un pequeño muro,
consigue equilibrarse de modo ridículo y empieza de nuevo a insultar a Lucille.
En eso alguien envía a llamado. El virrey hablador pierde completa- mente el
interés por ella y se marcha siguiendo al escudero. Igual que yo, un individuo
ha defendido a Lucille. Al ver la desatención del virrey y su repentino
desinterés por ella, exclama con desprecio: ¡Excelencia! ¡Excelencia! jBah! Y
se halla a punto de lanzar escupitajos al virrey que se aleja.
El individuo despierta mis celos. Tomo a Lucille del brazo y la arrastro hacia
las salidas. En la calle hay automóviles con las puertas abiertas para atraer
clientes. Lucille no me ha mirado ni una sola vez, ni dirijido la palabra. Se
desprende de mi mano, toma un automóvil y se aleja abandonándome en la ya
solitaria vereda.
Me veo mal vestido con ropa azul. Regreso a lo de los conserjes a pedir y
mudarme de ropa. Los encuentro silenciosos, los codos sobre la mesa y el mentón
sobre las manos. Les hablo. Estremeciéndose vuelven de su ensimismamiento. Mis
ropas, susurro. Por toda respuesta se miran aprensiosos. Al fin, para su bien,
pues mi cólera debido al abandono de Lucille iba a explosionar contra ellos, y
realizando ademanes de que no se responsabilizaban de las consecuencias, me
tienden un llavero, indicándome una llavecita. Tomo el llavero y me alejo en
busca de mi ropa.
El cuarto donde se hallan mis vestidos tiene altas paredes
de plomo. Está cerrado con poderosos candados. Al quitar el último candado,
desde adentro la puerta se abre de golpe y una gran serpiente se arroja a mis
pies como si fuera un perro. ¿Te echas a mis plantas para adorarme o qué?
Resulta un ataque. Me muerde el dorso del pie derecho. De inmediato me penetra
y paraliza un líquido viscoso, verde. Los conserjes permanecen callados y apacibles,
como si lo que ocurre lo supieran de antemano. La serpiente es muy veloz. En
segundos envuelve mi cuerpo con sus anillos y empieza a devorarme la base del
cráneo. No siento dolor alguno. Más bien inmensa pena de encontrarme en dicha
situación. Llega un momento en que no me importa me devoren. Consigo bajar la
cara y cubrirla con las manos.
¡Lucille, porque me dejas, porque me abandonas me pasa esto!
Ahora los conserjes son una multitud espectando mi batalla con la
serpiente. Su presencia y vocerío y la vergüenza que siento al mostrarme
indefenso desatan mis poderes. Entonces soy un gladiador vendiendo cara su vida
en la arenas del circo romano.
26
Lucille: llegas inesperadamente cuando me hallo sentado
cómodamente sobre esta butaca muelle, aguardando una sesión. Habrá habido un
acuerdo anterior entre nosotros, porque delicadamente te disculpas por llegar
tarde. Yo aún te guardo rencor.. por haberme abandonado en la puerta del
estadio y expuéstome ante la gran serpiente. ¿Cómo estás, Lucille? Porque
tienes algo que me desarma, me convierte en tu perro sumiso. Olvidaré mi
preparado reproche. Abandonamos la sesión. Vayamos por estas calles. No importa
que sean las mismas y al mismo tiempo una simultaneidad de otras. Aquí está el
chifa Chung. Wa. ¿Desees comer algo, Lucille? No respondes, no porque no desees
responder, sino porque nos besamos sin interrumpir nuestra marcha. Siento la
suavidad de tu boca y tus labios húmedos en toda su maravillosa realidad. Me
sorprende hayas cambiado tu anterior conducta para conmigo, Lucille; que
aceptes vayamos abrazados. No te creo, pero aún así voy contento.
Seguimos. De pronto -¡qué mala suerte!- me aparece este dolor de garganta.
Todavía es soportable. Pero aumenta con cada paso que doy. Mi semblante debe
expresar atroz sufrimiento para que me detengas, Lucille. Alzas mi abatido
rostro tomándome del mentón. Me observas triste, maternal. Has dejado de
morderte el labio inferior, por tanto, de burlarte de mí. Por ello sonrío a
pesar de mi gran sufrimiento. Ya en la puerta de tu casa, me despido en
silencio, forzadamente alegre, meditando qué será de mi sin ti en las próximas
horas. ¿Qué tan desolado será mi aspecto? No me permites marchar ami casa,
Lucille. Tu mirada expresa repentina resolución. No adivino qué pretendes. Me
conduces a la esquina, llevándome con sumo cuidado y cariño.
¿Por qué? ¿Estaré a punto de morir? ¿O derrumbarme? Llamas un taxi y partimos.
Me abrazas y me recuestas sobre tu regazo. ¡Ni morir, ni derrumbarme, Lucille!
No me siento débil pese al dolor de la garganta, te lo juro. Ordenas detenerse
al automóvil a la puerta de una vivienda. En la entrada y antes de llamar,
Lucille, ¿por qué me observas radiante, como si haberme traído a este lugar
fuera un premio que tu bondad me concede para resarcir mi sufrimiento? Es mi
habitación. Entramos. Recién comprendo tu intención, tu mirada compasiva, tu
premura por tomar el taxi y viajar exijiendo al chofer acelerar la marcha. Tu
actitud me hace pensar dos cosas: o crees que sólo haciéndote el amor lograría yo
soportar el dolor; o el entregarme tu cuerpo adorado prometiendo no me iré más
anularía mi sufrimiento y me curaría de una vez por todas. ¿O es otro sadismo
de tu parte y doble cuando aseguras que no te irás más? ¡Sea lo que fuere! ¡Te
obedezco sumiso como un perro. Y así, llorando de alegría, voy entrando en ti,
Lucille, Lucille.
*Nótese el carácter trangresor en la escritura de Vásquez
Izquierdo (nota del Blogger)