Darío Vásquez Saldaña
Piscoyacu, departamento de San Martín
1946
Inició sus estudios de pedagogía en la Escuela Normal
de Saposoa, en 1966, culminándolos en la Escuela Normal Mixta Marcos Durán
Martel de Huánuco, en 1969.
Participa en el Primer Concurso Internacional de Cuento
José María Arguedas en 1988, convocado en París, donde obtiene una Mención
Honrosa por su trabajo Confesiones de un caballo. En dicho
evento participaron más de quinientos escritores de habla hispana, residentes
en América y Europa.
El año 2004, publica en Perú Confesiones de un Caballo y Otros
Relatos Amazónicos.
El 2007 publica su segundo libro de cuentos “Nuevos
relatos amazónicos”
El 2010 gana el Concurso Literario “Nuestra Palabra”
convocado por el Gobierno Regional de San Martín con el libro de cuentos El
Tunchi Enamorado que se publica en ese mismo año.
Dice Cronwell Jara
en el prólogo de su último libro: “…detrás de la risa, el chiste y la
broma, sus cuentos poseen la técnica de la inmediatez, son dinámicos, ágiles,
claros; saben ceñirse al tema, jamás caen en descripciones insulsas o en
atmósferas aburridas. Hieren donde deben aguijonear y cierran la historia o la anécdota
en el justo y preciso momento, sin que sobre o falte una palabra. Y si bien saben ser coloquiales también saben
encandilar con términos, frases y giros dialectales propios de la región sin
que la elocución castiza pierda brillo, sapiencia y nitidez…”
TEXTOS
LA
TERAPIA DEL PATE
Antes de
que rayase el día todos debíamos estar de pie. Miguelita y Paquita, mis únicas
hermanas, se encargaban de poner en funcionamiento la tullpa(1);
Wíler, el hermano mayor, ordeñaba las vacas; Jorge, atendía a los chanchos; y
yo, que era el último, a las aves.
Las
vacas, marranos, cochinillos, gallinas y pavos, esperaban el desayuno en la
puerta de la casa, dando un concierto de mugidos, berridos, graznidos y
cacareos tan desafinados y chirriantes que, a nadie se le hubiera ocurrido
continuar en la cama. Santa Bárbara, el fundo de mi padre, rebosaba de vida,
verdor y algarabía. Jorge, atendía primero a todos los chanchos de engorde, ya
que éstos comían hasta el hartazgo, puro maíz y en grandes bateas.
No pocas
veces, después de culminar mi tarea, sólo por juguetear con esos mansos
barrigudos me acercaba al comedero, les rascaba suavemente la panza y ellos,
con sus quejidos cariñosos, iban doblándose lentamente hasta recostarse en el
suelo.
Cierta
mañana mi padre dijo:
—Que
estos ociosos mantecosos coman hasta empacharse, no saben que mañana viene don
Román Vásquez para llevárselos hasta Iquitos. Allá los loretanos que se los
coman con piques y todo.
Yo me
encargaba del desayuno de todas las aves, pero en especial de hacer el recuento
de los polluelos de cada gallina; si había de menos, tenía que buscarlos en los
gallineros o en cualquier otro lugar, ya que algunos morían aplastados por las
demás gallinas o a consecuencia de las arrechuras matinales de los gallos,
quienes, para cumplir con su deber no reparaban en atropellar no solamente a
las gallinas, sino también a los inocentes pollitos. Los que se quedaban
despatarrados, con la nuca descoyuntada o con las alas magulladas, y si todavía
daban signos de vida, de inmediato pasaban al quirófano para la respectiva
terapia del pate.
¿En qué
consistía la terapia del pate? Pues verán que todo era muy sencillo: se cubría
al contuso con un pate (una vasija hecha de la totuma) y, toc toc, toc toc, toc
toc…, seguía uno golpeteando con una varilla sobre la vasija. A los quince
minutos se levantaba el pate y el pollito, fresco como una lechuga, gritando su
agradecido pío pío, salía corriendo en busca de la mamá gallina.
El
follaje de la arboleda que rodeaba la casona de la hacienda, era el refugio
favorito de manacaracos, torcazas, ucuhuasheros, paucares y demás aves selváticas,
adonde acudían los chiquillos, como su apetecible riquisina(2),
para
cazarlos con sus baladoras.
Cierto
día, una torcaza, revoloteando torpemente aterrizó muy cerca al patio. La pobre
paloma aleteaba de impotencia en el suelo.
—Hoy
comeremos una canga(3) de torcaza —le dije a mi madre,
llevándole a la moribunda paloma en mis manos.
—¿Tú la
mataste? —me preguntó, mirándome fijamente a los ojos.
—No,
todavía sigue viva —le contesté—. Seguramente los muchachos le propinaron su
baladorazo.
—Llévatela
y golpéala en el pate.
—Pero si
ya está para morirse, ¿no será mejor ponerla a la parrilla?
—¡Josué!
—habló, con la severidad que la caracterizaba—, haz lo que está dicho, esa
paloma ha de criar todavía a muchas torcacitas.
No pude
ni debía replicar. Tapé herméticamente a la paloma, deseando vivamente que se
asfixiara y me puse a darle al pate los consabidos golpeteos, demorándome más
de la cuenta. Al concluir con el tratamiento y, al no percibir ningún
movimiento en el interior, levanté la vasija y, ¡suácate!, la paloma voló por
los aires, dejándome en el pensamiento una torcaza empalada en el asador,
dorándose a la parrilla.
Hoy, la
ciencia médica reconoce plenamente los efectos salutíferos del ultrasonido y la
resonancia magnética, producidos por sofisticados instrumentos. ¿Cuánto
llegaron a saber nuestros padres a través de la madre de la ciencia, la experiencia,
sobre tan benéficas ondas, haciendo vibrar solamente un humilde pate?
Le tocó
al tiempo correr un poco y yo llegué a trabajar en la Corte Superior de San
Martín, cuando regía ese tribunal el doctor Rafael Leonidas Villaparte Cirio. A
sus setenta y cuatro años de edad gozaba del respeto y la consideración de la
comunidad sanmartinense, ya que la experiencia, la reflexión y el razonamiento,
cualidades que todo buen juzgador debe observar, habían marcado con el sello de
la rectitud todas las decisiones que como magistrado debió ejecutar.
En el
Palacio de Justicia, el doctor Villaparte parecía no conocer a nadie y, si
algún desavisado litigante se permitía alguna insinuación maliciosa, le
espetaba al morro la sentencia romana: “Dura lex, sed lex”; pero fuera del
tribunal era un alma de Dios, el amigo sencillo y jovial no solamente con sus
pares sino también con el último trabajador de la institución. Si había que
celebrar algún acontecimiento nunca se negaba a ningún compromiso amical, ya
que como reza el vals criollo, era “buen cantor, guitarrista y chupa caña”.
Lupita y
Sarita, sus diligentes secretarias, sabían secundarle tan afablemente, no
solamente en el trabajo sino también en sus momentos de expansión y regocijo.
Precisamente, en el cumpleaños de Lupita, a la familia se le dio por tirar la
casa por la ventana. La plana mayor y la plana menor del tribunal habían
concurrido a tan gentil invitación. Las mistelas y los chuchuhuashas, al
parecer, hicieron el recorrido más corto, habían ido a parar a la cabeza del
togado.
El
requiebro y la lisonja estaban a flor de labios.
—¡Que
viva la santa!, y que le atienda a este pajarito con un poquito de cariño
—gritó el doctor Villaparte en medio de la algarabía de los concurrentes.
Todos
festejaron la ocurrencia dando vivas a la cumpleañera.
Pasó
algún momento y el juez volvió a la carga.
—Este
pajarito ya se muere de sed. Un poquito de mistela y de cariño, para que se ponga
a cantar.
Los
invitados siguieron dando vivas, alcanzándole al doctor Villaparte una copa de
mielachado.
—Doctor
—dijo uno de los invitados—, con este RC, ese pajarito no sólo se pondrá a
cantar sino también a pedir su comida.
—¡Alajua!,
pobrecito el doctor, para qué ya pues le están dando falsas esperanzas —dijo
Sarita, en compasiva defensa—, cuando su pajarito ya no se levanta ni
golpeándole con el pate.
(1) Tullpa: lugar donde
se cocina a base de leña. Fogón.
(2) Riquisina: lugar
donde se encuentra buena caza o buena pesca.
(3) Canga: carne
atravesada por una varilla de fierro o de madera, asada a la brasa.