Werner Bartra Padilla
Moyobamba
(1970). Profesor de lengua y literatura y abogado por la Universidad Nacional
de la Amazonía
Peruana. En 1997 ganó el tercer puesto de los Juegos Florales
de San Martín, organizado por la revista ‘El Tarapotino’ con el cuento
“Paradero final”. Ganador de cuatro versiones de los Juegos Florales de la UNAP. Ha obtenido el
segundo lugar en el concurso de CUENTOS AMAZÓNICOS SANGAMA-2005 organizado por la Alianza Francesa filial Iquitos, con el cuento “Las aves emigran en mayo”. Ambientada en el
departamento de San Martín, en la época más crítica de la violencia subversiva.
Con la novela corta El patio de los pasos invisibles obtuvo el
primer lugar en el XV Concurso Nacional Horacio-2005. En la actualidad labora
como comisionado en la
Defensoría del Pueblo de Iquitos.
Ha publicado la novela: El patio de los pasos invisibles
TEXTOS
LA
OTRA ORILLA
Sintió
que el metal de la navaja arrancaba de cuajo uno de sus pechos. Semi desmayada
como estaba, el dolor no era tan grande. Los ojos de todos se detuvieron
inmóviles, como hipnotizados, en la
mancha roja negruzca en el lugar que antes había estado ocupado por su seno
izquierdo. La navaja siguió realizando su labor con fiereza calculada. Se
instaló a la altura de su boca, hizo un breve giro en el aire y con un ligero
sesgo cortó el labio inferior. Un punto púrpura brotó al instante y un hilillo
de sangre corrió por su mentón. Un quejido se ahogó en su garganta. Por un
instante se sucedieron miles de imágenes en su mente. La vida se le iba. Su
madre había comentado que ya se estaba haciendo muy buena moza. Que se cuidara
de los hombres que eran como picaflores.
—Toman toda la miel de una y luego alzan
vuelo los sinvergüenzas —le dijo.
Ella, Rosario Beatriz Tananta Rojas,
no era tan fácil y prometió que nunca iba a ser seducida por cualquiera, como
sí sucedió con su madre a quien la compadecía. Ella era la segunda hija de
cuatro, cada uno de diferente padre.
Llegaron el martes diecisiete de
agosto de mil novescientos ochenta y ocho. Se acordaba exactamente la fecha
porque ese día escuchó por la radio la noticia de la muerte de Juan León,
artista colombiano por quien ella se desvivía. Estaba sentada en el poyo de su
casa, triste, con la cabeza gacha. Una lágrima hizo un caminillo de sal por su
rostro. Casi sin querer miró hacia la calle y se dio cuenta de su presencia. No
era muy apuesto pero tenía un aspecto tan grotesco que le impresionó. Cargaba
una mochila grasienta. Le acompañaban un señor que lucía un desgastado sombrero
de paja y estaba ataviado con un poncho como estilan en la sierra. Ese detalle
delató el lugar de donde procedían. La mujer que venía con ellos amamantaba un
niño.
—Oiga,
buenos días, disculpe —dijo el viejo lentamente— este es el pueblo de Rafael
Belaúnde, ¿no?
—Sí, señor —respondió Rosario.
—Buscamos esta dirección— replicó
mostrándole una hoja de cuaderno, rota por la mitad.
Rosario tomó la nota y descifró la letra. Les dio
instrucciones precisas para encontrar lo que buscaban. En realidad no le fue
muy difícil porque la casa estaba ubicada en la esquina de la misma calle.
Con el tiempo, Rosario llegó a
comprender que el aspecto grotesco del que parecía hacer gala Martín Huamán el
día en el que ella le conoció, sólo fue una trampa que el destino le tendió. Y estuvo tan bien puesta,
que no pasaron ni seis meses cuando el
suelo cedía ante sus pies y el cielo se abría en una orgía de matices cuando
escuchaba su voz. A Martín le pasaba lo mismo. Cuando ellos conversaban, todos
los demás mortales desaparecían de la faz de la tierra. El desenlace fue
inevitable. A la madre de Rosario no le quedó otra alternativa y tuvo que ceder
su panal de miel tan querida a un hombre que apenas conocían. A Rosario no le
importó. Aprovecharon la segunda de las visitas anuales que el regidor municipal de la provincia
hacía al pueblo y se casaron con todas las de la ley. La madre de ella y el padre de él, no muy
convencidos, pero resignados del proceder de sus hijos, les apoyaron para que
se construyeran una choza cerca al camino de salida del pueblo.
Estaba seguro que Rosario estaba a
buen recaudo. Se encontrarían en el lugar convenido y las cosas serían como
antes. El sudor lo invadía todo,
saturando hasta su propio miedo. Intuía que le estaban pisando los
talones. Trataba en lo posible de no dejar
rastros. Labor inútil, teniendo en cuenta el tipo de vegetación y lo cenagoso del terreno. Situación que se
agravaba porque era época de lluvias. Sus manos, que se aferraban al rifle de
caza, estaban entumecidas. Si lograba llegar al río Seco y lo cruzaba se podría considerar a
salvo. Luego buscaría a Rosario. Un pájaro movió unas hojas y un fruto podrido
cayó sobre él. Se sobresaltó y recordó aquella vez que estuvo con Rosario en la
chacra de su amigo Fermín. Habían estado caminando por el bosque y encontraron
varios árboles de un tipo de uva silvestre que en el pueblo llamaban “uvilla”.
Al soplar, el viento hizo que un racimo pequeño de esos frutos se desplomaran
sobre sus hombros. Ella se asustó.
—Cuidado,
Martín.
—No te
preocupes Charito, no pasó nada— repuso él, condescendiente.
Al regresar a la cabaña, Fermín
estuvo hablando con él. Le habló de las injusticias, de la pobreza, de los
ricos, de los bancos, de los campesinos, de los niños, de la economía, de la
selva, de los madereros, de los jóvenes, de los amigos. Se quedaron conversando
hasta muy entrada la noche. Luego, Fermín aplastó la colilla de su cigarro, le
sonrió, apagó el lamparín y se fue a dormir. Martín se quedó pensativo por
largo rato aún. Luego se encogió de hombros y se acostó abrazando a Rosario.
Las conversaciones se volvieron
asiduas. Rosario no se incomodó porque
Martín siempre traía algún animal para comer de sus incursiones
nocturnas. Ella suponía que la amistad con Fermín se basaba en un contrato tácito de ayuda
mutua en la caza. Sin embargo Rosario no se enteró que Martín, poco a poco, se
fue convenciendo de la necesidad de “cambiar la sociedad para redimir a las
víctimas de los abusos e injusticias del mundo”. Cuando ella se dio cuenta,
Martín ya ostentaba, en el grupo, el grado de combatiente. No le quedó otra
alternativa que apoyar a su marido encubriendo, ante sus familiares y ante el
pueblo, sus desapariciones misteriosas. Durante esos tres años la vida se
convirtió en continuos sobresaltos y angustias interminables. En su choza,
durante muchas noches, el lamparín se consumía, al igual que su dueña, asidos a
la efímera esperanza del regreso. Cuando esto ocurría el alma volvía al cuerpo
de Rosario. Ella estaba hastiada de vivir así. Martín le prometió que iba a
salir del grupo. Además se habían dado una serie de hechos que no le gustaban.
Fermín no podía explicarle la razón de que,
a pesar de los “ataques” a varios bancos, las condiciones de los
combatientes no mejoraban en absoluto. La pregunta difícil de responder era qué
se hacía con el dinero. Las justificaciones que
Fermín esgrimía no terminaban de convencer a Martín.
Lo planeó todo con su esposa. Ella
se iría a la ciudad, a la casa de una tía donde él la iba recoger para luego
partir rumbo a la sierra donde nunca les iban a encontrar. Nadie se enteraría.
A Fermín le dijo que se iba a cazar por una semana. Este le dirigió, por un
fugaz instante, una mirada significativa e inquisitoria. Luego movió la cabeza
en señal de asentimiento. Ocho horas después de que Rosario se había ido, Martín, alistó sus bártulos.
Levantó sus manos a la altura de su rostro y, en ritual de cazador antiguo, las escupió ligeramente.
Las frotó y con ellas colocó un cartucho en la recámara del rifle. Al abrir la
puerta de su choza observó el cielo. Caía una fina llovizna. No le importó, se
sentó por un momento en el taburete cerca al dintel de la entrada para ajustar
sus botas. Cuando salió volvió la cabeza
hacia atrás y la oscuridad de la noche impidióle contemplar por última
vez el bohío que había sido su hogar.
Ella no se percató que su madre
estaba en el conjunto de personas que la contemplaban. La navaja bajó a la altura de su vientre. Con
precisión, rasgó su vestido dejando al descubierto su ropa interior. Con
presteza, de un solo tajo, cortó el
resto de tela que encontró. Su sexo quedó al descubierto y sin más preámbulos,
abandonando su aparente frialdad —con saña—, se introdujo una y otra vez en él.
Los que observaban, en gesto instintivo, apartaron los ojos del espectáculo.
La navaja siguió realizando su labor. Con
fuerza seccionó los brazos y las piernas. Se metió por el borde de la cuenca de
los ojos y apoyándose en la formación ósea del cráneo, como palanca, los
extrajo. Fermín, el dueño de la navaja, limpió el arma con la manga de su
camisa y en un gesto que duró una eternidad, miró a la gente y sonrió. En ese
instante una mujer se le fue encima. Su grito se escuchó por todo el confín de
la selva. Se encorvó y, sin vida, se
desplomó. Fermín volvió a limpiar la navaja ensangrentada y lo guardó. Estaba
vez no sonrió.
El cuerpo de Rosario, como el de su
madre, quedó expuesto al sol porque el grupo ordenó que nadie lo sepultase.
Aquél que lo intentara correría la misma suerte.
Aquello parecía un grito. No le
importó porque a esta hora Rosario ya estaría con su tía. De pronto, una vez
más, sintió que miles de ojos le
atravesaban por la espalda. Tenía la sensación de que todo el tiempo le habían
estado observando y sin embargo construía una muralla contra ese pensamiento.
No podía caer en la desesperación. Necesitaba mantener su mente lúcida. El río estaba
ya a una hora de camino como mucho. El sol
hacía reverberar las hojas de los árboles. Tenía sed y hambre pero era
mejor tomar un trago en la otra orilla. La sensación de que era observado se
hacía más intensa. De pronto el cielo se tornó oscuro. Los árboles empezaron a
moverse impulsados por la violencia del viento. Dos gotas gruesas de lluvia
cayeron sobre su rostro como golpes de puño. Al instante se desencadenó un
chubasco torrencial y la orilla sólo estaba a quinientos metros. Los ojos
formaban un círculo que se cerraba cada vez más alrededor de él. Ya se podía
distinguir el vado que utilizaban los baquianos del lugar. Estaba cerca.
Martín, impedido por el sonido de la tormenta,
nunca pudo escuchar el agudo y salvaje canto de un urcututu que en lo
más alto de la copa de un árbol celebraba la liturgia milenaria de la lluvia en
la selva.
Premio JUEGOS
FLORALES UNAP-2002